
La historia económica de los Países Bajos en la década de 1960 nos legó un concepto que, con el paso del tiempo, se volvió diagnóstico recurrente para economías mal gestionadas: la Enfermedad Holandesa. Aquel fenómeno, producto de la bonanza energética derivada del descubrimiento de gas natural en el Mar del Norte, representó no una bendición sostenida, sino un trastorno estructural. La apreciación de la moneda nacional, consecuencia de los ingresos extraordinarios por exportaciones energéticas, erosionó la competitividad de los sectores transables no petroleros, arrasó con su tejido industrial y provocó desempleo. Este ciclo de auge y colapso —de prosperidad ilusoria seguida de fragilidad estructural— se ha repetido en múltiples geografías. En la literatura económica contemporánea, es ya lugar común advertir que la sobredependencia de un recurso primario puede volverse, paradójicamente, una maldición para el desarrollo.
Campeche ofrece, en el contexto mexicano, un caso de estudio paradigmático. Durante las últimas décadas del siglo XX y los primeros años del XXI, la economía estatal transitó de una diversidad productiva incipiente hacia una forma extrema de monocultivo petrolero. En los años noventa, más del 90 % del Producto Interno Bruto estatal dependía directa o indirectamente de la industria petrolera. Incluso en años posteriores, dicha proporción rara vez descendió del 80 %. Lejos de servir como palanca para un proceso de diversificación, los ingresos extraordinarios del petróleo sirvieron para maquillar las debilidades estructurales. Mientras el crudo fluyó y los precios internacionales se mantuvieron elevados, la ilusión de prosperidad fue sostenible. Sin embargo, con el colapso del megayacimiento Cantarell y la caída abrupta del precio del petróleo en 2014, la economía campechana quedó al desnudo: una estructura productiva raquítica, una excesiva concentración en un solo sector, y un aparato gubernamental sobredimensionado e ineficiente.
La evidencia empírica en aquel momento fue contundente. Ciudad del Carmen, epicentro operativo de la industria petrolera, experimentó un desplome en su economía local: miles de empresas proveedoras desaparecieron, el desempleo se disparó y la inversión privada se replegó. El tejido social se deterioró, y con él, la calidad de vida de amplias capas de la población. Este episodio no sólo replicó con precisión quirúrgica los patrones descritos por la Enfermedad Holandesa, sino que los exacerbó, dado que la economía local carecía de amortiguadores naturales ante la volatilidad externa. La riqueza petrolera no fue utilizada para generar capacidades productivas nuevas, sino para sostener una arquitectura fiscal y burocrática sin visión de largo plazo.
No obstante, entre 2015 y 2019, se impulsó una respuesta institucional seria y articulada para revertir esta trayectoria. Con el acompañamiento técnico del Centro para el Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard (CID), del CIDE y de la Unidad de Productividad Económica de la Secretaría de Hacienda, se elaboró un diagnóstico riguroso que colocó a Campeche entre las economías menos complejas del país, según los criterios de la teoría de la complejidad económica. Esta corriente, que entiende al desarrollo como la acumulación de capacidades productivas diversificadas y sofisticadas, mostró que Campeche era vulnerable no solo por su dependencia del petróleo, sino por su baja capacidad de generar bienes y servicios con conocimiento incorporado. En términos de la matriz de productos versus capacidades, Campeche se situaba en la periferia.
Ante ello, se diseñó e implementó el Programa de Reactivación Económica del Estado de Campeche (2015) y posteriormente el Programa de Reactivación Económica y Desarrollo Productivo para Campeche y Tabasco (2016), este último impulsado desde el Ejecutivo Federal. En el ámbito estatal, se articuló el Programa Marco de Desarrollo Económico con una visión integral. Lejos de plantear medidas cosméticas, este programa propuso tres ejes estratégicos: fomentar el emprendimiento como vía para ampliar la base empresarial; incorporar la innovación como motor de competitividad sectorial; y fomentar las exportaciones para abrir a Campeche hacia el mundo y reducir su dependencia de la renta petrolera. Se trató, en suma, de insertar al estado en una lógica de desarrollo basada en capacidades, mercados y talento humano.
Estos esfuerzos significaron un punto de inflexión. Por primera vez, se habló con seriedad en la agenda pública de diversificación, de cadenas de valor, de complejidad económica. Se sentaron las bases para un ecosistema de innovación y emprendimiento, se lanzaron programas de apoyo a las Mipymes y se impulsaron ferias, misiones comerciales y proyectos estratégicos. La narrativa del desarrollo comenzó a cambiar.
Sin embargo, el cambio estructural requiere continuidad, institucionalidad y visión de largo plazo. Desafortunadamente, muchos de estos avances se revirtieron en años posteriores. Se abandonó el impulso a la diversificación, se desmantelaron estructuras de apoyo al emprendimiento y se volvió a una lógica extractiva de desarrollo, basada en rentas y en la ilusión de que la riqueza bajo tierra podría ser sostenible por sí sola. Esta regresión no es casual: forma parte de una visión del desarrollo anclada en el pasado, que desconoce las dinámicas del siglo XXI y que posterga las decisiones difíciles.
La lección es clara. En contextos como el de Campeche, el problema no es el petróleo en sí, sino la dependencia estructural que genera cuando no se acompaña de políticas activas de diversificación, innovación y formación de capital humano. El reto no es renunciar al petróleo, sino evitar que se convierta en un obstáculo para construir una economía más resiliente, sofisticada y sostenible. Esto implica fortalecer sectores como la agroindustria, la manufactura ligera, la economía digital, los servicios logísticos, el turismo cultural y de naturaleza, entre otros. Implica formar talento técnico y profesional, impulsar la educación dual, generar redes de proveedores locales, y construir una institucionalidad económica con visión estratégica.
Como economista e investigador, considero que Campeche ya demostró en el pasado que tiene la capacidad de romper con su dependencia. La ventana de oportunidad sigue abierta. La historia de la Enfermedad Holandesa no tiene que repetirse como destino inevitable. El verdadero recurso estratégico del estado no está en el subsuelo, sino en la mente, la creatividad y la resiliencia de su gente. Reconocerlo y actuar en consecuencia es el primer paso hacia un futuro distinto.