Una Revolución de Emprendimiento: El Caso Campechano

Cuando se analiza el papel del emprendimiento en las economías emergentes, es necesario comprender que este no puede reducirse a una suma de iniciativas individuales, ni entenderse exclusivamente bajo el prisma de la innovación de élite o el emprendimiento de alto impacto. En territorios con baja complejidad económica, como es el caso de Campeche, el emprendimiento debe asumir una función estructural: convertirse en política pública deliberada, con la capacidad de modificar patrones productivos, insertar nuevas trayectorias económicas y, sobre todo, democratizar el acceso a oportunidades económicas. En este sentido, la experiencia de Campeche entre 2015 y 2021 constituye un caso paradigmático de cómo diseñar una política de emprendimiento territorial con vocación sistémica y carácter inclusivo.

La creación del Instituto Campechano del Emprendedor (ICEM) no fue un ejercicio burocrático más, sino un gesto de reconfiguración institucional profunda. Fue la primera vez que en Campeche se articuló una política pública específica para el fomento del emprendimiento, no como un complemento del desarrollo económico, sino como uno de sus pilares fundamentales. La incorporación del eje “EMPRENDIMIENTO” en el Programa Marco de Desarrollo Económico 2015–2021 lo posicionó como una estrategia transversal. En un contexto de caída abrupta de los precios internacionales del petróleo y colapso del sector energético —al que Campeche había estado históricamente subordinado—, el impulso al emprendimiento emergió no solo como respuesta coyuntural, sino como apuesta de transformación estructural.

La estructura productiva campechana, caracterizada por su escasa diversificación y por una concentración elevada en actividades extractivas, presentaba condiciones de partida poco favorables para la emergencia espontánea de un ecosistema emprendedor. En este contexto, se hacía evidente que el cambio no podía depender del impulso de unos pocos. Era necesaria una intervención de escala. Así nació el concepto del “factor 1000”: una metáfora de acción colectiva que planteaba la necesidad de multiplicar por mil la cantidad de emprendedores, los espacios de oportunidad y los canales de acceso. Se trataba de generar una verdadera revolución del emprendimiento. No solo formar empresarios, sino abrir caminos de autoempleo digno, generar redes de colaboración y cultivar una nueva cultura económica basada en la creatividad, la autonomía y la corresponsabilidad.

Desde la teoría del desarrollo económico territorial, esta apuesta por el emprendimiento masivo puede leerse como una estrategia de activación endógena de capacidades. No se esperaba atraer inversiones externas para resolver los déficits productivos, sino movilizar el potencial latente de la sociedad campechana. Para ello, era imprescindible construir instituciones accesibles, ágiles, descentralizadas, capaces de actuar como plataformas de activación ciudadana. El modelo que se diseñó en ese periodo fue deliberadamente disruptivo: se puso al ciudadano en el centro, se eliminaron intermediarios, y se concibieron mecanismos de atención directa, como las “casas del emprendedor” y los programas de acompañamiento gratuito. La lógica era sencilla pero poderosa: si alguien tenía una idea, debía poder validarla, desarrollarla y ejecutarla sin barreras institucionales que históricamente han excluido a los sectores más vulnerables.

Esta visión se alinea con las contribuciones de Amartya Sen sobre desarrollo como expansión de libertades, y con los enfoques contemporáneos sobre emprendimiento inclusivo. No se buscaba únicamente generar startups tecnológicas o elevar indicadores de innovación, sino construir condiciones estructurales para la movilidad económica y la resiliencia comunitaria. Desde esta óptica, el emprendimiento no es un fin, sino un medio: una herramienta para la diversificación económica, la construcción de tejido empresarial local y la reducción de desigualdades.

Además, la iniciativa no operó en solitario. Formó parte de un ecosistema institucional más amplio, articulado con otros organismos creados en ese mismo periodo, como el INDEMIPYME, PROCAMPECHE, BANCAMPECHE y la COMERCAM. Este andamiaje permitió que las ideas incubadas desde el ICEM pudieran acceder a financiamiento, mercados, asesoría legal y acompañamiento técnico. Lo que se diseñó, en términos funcionales, fue un ciclo completo de vida para el emprendimiento: desde la motivación inicial hasta la consolidación empresarial. Esta integralidad es clave para entender su impacto.

El verdadero reto, sin embargo, no radica únicamente en el diseño, sino en la sostenibilidad. Como en muchos otros casos de innovación institucional en América Latina, los avances logrados por esta política enfrentaron posteriormente problemas de continuidad y desarticulación. La ausencia de una visión de largo plazo y los cambios administrativos impidieron que el ecosistema madurara a su máximo potencial. A pesar de ello, la huella de esa revolución de emprendimiento sigue presente en la memoria institucional y en cientos de casos de éxito que nacieron en ese periodo.

En última instancia, la experiencia de Campeche demuestra que el emprendimiento, cuando es concebido como política pública estructural y no como acción aislada o moda transitoria, puede convertirse en un motor potente de transformación territorial. La lección es clara: apostar por el talento local, derribar barreras históricas de exclusión, construir instituciones accesibles y creer en la capacidad de las personas para crear su propio destino económico. La revolución de los 1,000 emprendedores no fue solo un eslogan: fue una afirmación de esperanza, una construcción de ciudadanía económica y una prueba de que, aún en contextos adversos, el desarrollo puede empezar desde abajo y desde adentro.

Campechano, desarrollador económico, innovador disruptivo, emprendedor serial.

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Soy campechano, economista y servidor público con vocación por el desarrollo económico, la innovación y el emprendimiento. Creo en el poder de las ideas y el servicio con propósito.

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