
Ensayo de José Domingo Berzunza Espínola sobre cómo las panaderías, tortillerías y fondas de Campeche son ejemplos vivos de economía circular y economía de barrio, donde la sostenibilidad y la cultura local se convierten en motor de desarrollo comunitario.
En los barrios de Campeche, el aroma del pan recién horneado, el sonido de las tortillerías y el bullicio de las fondas no solo despiertan el apetito, sino también una lección profunda sobre sostenibilidad y comunidad. Detrás de cada horno encendido y cada comal humeante hay una red de personas que, sin hablar de economía circular, la practican todos los días con naturalidad.
La economía circular propone aprovechar al máximo los recursos, reducir el desperdicio y mantener el valor de los productos en uso el mayor tiempo posible. En la gastronomía local, estos principios se han aplicado desde siempre: los ingredientes se reutilizan, las sobras se transforman y los envases se devuelven. Lo que para algunos es una tendencia moderna, para las panaderías, tortillerías y fondas de barrio ha sido una forma de vida desde hace generaciones.
Una panadería tradicional, por ejemplo, representa una cadena corta de valor perfectamente circular: la harina se compra a distribuidores locales, el pan se hornea con mano de obra del barrio, se vende en la misma comunidad y los ingresos regresan al mismo territorio. Incluso los desperdicios se reducen al mínimo —el pan duro se convierte en budín o en alimento para animales—, cerrando un ciclo de aprovechamiento total. En una economía de barrio, nada se pierde, todo se transforma.
Las tortillerías campechanas también son un ejemplo cotidiano de sostenibilidad popular. Muchas siguen utilizando sistemas que priorizan la eficiencia energética y el consumo local de maíz. Las bolsas reutilizables, el papel en lugar de plástico y la compra directa por kilos son prácticas que, sin etiquetas académicas, encarnan los mismos valores que promueve la economía circular: reducir, reutilizar y regenerar.
Y qué decir de las fondas y comedores caseros: esos espacios donde se cocina con lo que hay y nada se desperdicia. En ellos, la creatividad culinaria convierte ingredientes simples en platillos llenos de sabor y significado. Las fondas de barrio no solo alimentan, sino que sostienen economías familiares, preservan recetas tradicionales y fortalecen la identidad colectiva. Son, en esencia, microempresas que mezclan cultura, trabajo y sostenibilidad.
En términos económicos, este tipo de negocios generan empleo local, activan cadenas productivas cortas y multiplican el valor dentro de la comunidad. Cada panadero, tortillera o cocinera es un agente de desarrollo que mantiene viva la economía del barrio. En tiempos donde los grandes supermercados y las cadenas de comida rápida concentran la riqueza lejos del territorio, las pequeñas panaderías y fondas son trincheras de resistencia económica: producen con identidad, venden con cercanía y reinvierten con sentido social.
Campeche tiene en su gastronomía una oportunidad de liderazgo en economía circular. Fomentar el consumo local, apoyar los insumos de la región y fortalecer la formalización de microempresas alimentarias podría convertir a nuestros barrios en modelos de sostenibilidad alimentaria. La transición hacia una economía más justa y verde no tiene que empezar en los laboratorios de innovación, sino en los hornos, comales y cazuelas que han alimentado a nuestras comunidades por generaciones.
La economía circular, aplicada a la gastronomía de barrio, no es un discurso abstracto. Es un pan horneado con maíz local, una tortilla caliente envuelta en papel, un guiso preparado con sobras que se transforman en algo nuevo. Es la muestra más clara de que el futuro sostenible no se construye solo con tecnología, sino con cultura, memoria y oficio.
Como he señalado en otras reflexiones, el verdadero valor económico está en lo cotidiano: en las manos que amasan, en el fuego que cuece y en el acto de compartir lo que se produce cerca. En los barrios campechanos, la economía circular tiene rostro de panadero, tortillera y cocinera. Y en ese rostro se encuentra la esperanza de un modelo económico que, más que competir, coopera; que más que crecer sin medida, sostiene la vida.




