Crónica de la recuperación económica de Campeche | Pepe Berzunza
Hubo un tiempo —no tan lejano— en que cada titular sobre Campeche incluía la misma palabra: crisis. La caída del complejo petrolero de Cantarell, alguna vez columna vertebral de la economía nacional, desató una recesión regional profunda. Las cifras eran elocuentes: miles de empleos perdidos, comercios cerrados, inversión privada desplomada y un éxodo silencioso de jóvenes en busca de oportunidades. En los medios nacionales, Campeche se convirtió en sinónimo de colapso productivo.
Durante años, la economía campechana se mantuvo atada a una sola industria: el petróleo. Se estima que hasta el 90 % del PIB estatal estuvo vinculado directa o indirectamente a la actividad petrolera. Esa dependencia funcionó como un espejismo de prosperidad hasta que el precio del crudo colapsó en 2014. Lo que vino después fue una caída libre: el Producto Interno Bruto se contrajo, la inversión pública se redujo drásticamente y en ciudades como Ciudad del Carmen, el cierre de empresas proveedoras de servicios a Pemex dejó calles vacías y familias sin ingresos. Como resumió un comerciante del Mercado Morelos: “Todo dependía de si Pemex contrataba o no. Y cuando se fueron, nos quedamos en la nada”.
Fue en ese contexto que, entre 2015 y 2019, se implementó una estrategia para revertir el modelo de dependencia. La propuesta fue ambiciosa en su sencillez: diversificar. Bajo el nombre de Programa Marco de Desarrollo Económico del Estado de Campeche, se diseñaron tres ejes rectores: fomento al emprendimiento, impulso a la innovación y expansión de las exportaciones. La intención era clara: sembrar capacidades productivas donde antes solo había extracción.
Los primeros indicios de cambio comenzaron a observarse en 2017. Por primera vez desde el inicio de la crisis, el estado reportó la creación de más de 1,500 empleos formales en un solo trimestre. Fue un punto de inflexión. En 2018, el crecimiento anual fue del 4.3 %, encabezado por un dato sorprendente: la manufactura creció un 49.7 %, el porcentaje más alto del país ese año. Para un estado cuya base industrial era prácticamente inexistente, aquello era más que una señal estadística: era un cambio de tendencia.
La inversión extranjera directa también mostró señales alentadoras. Durante ese periodo, Campeche atrajo en promedio 263 millones de dólares anuales, y en el primer trimestre de 2018 se posicionó como el estado con mayor proporción de nuevas inversiones respecto al total nacional. Esa recuperación no fue fruto del azar. Programas como Atrévete a Exportar, el fortalecimiento del Instituto Campechano del Emprendedor y la creación de una banca estatal de desarrollo permitieron que cientos de pequeños negocios accedieran a formación, financiamiento y mercados antes impensables. La política pública dejó de centrarse únicamente en grandes inversiones y empezó a enfocarse en construir desde abajo.
El contraste con entidades vecinas fue evidente. Mientras Tabasco —otra economía históricamente petrolizada— apostaba por una lógica asistencialista, Campeche comenzó a desarrollar un incipiente ecosistema productivo alternativo. Medios especializados titularon: “Campeche y Tabasco: dos caminos tras el petróleo”. La diferencia, según los analistas, radicaba en la visión estratégica: Campeche optó por invertir en capacidades, no solo en subsidios.
Pero más allá de los indicadores económicos, el verdadero cambio fue emocional. Programas de microcrédito, capacitaciones, ferias de emprendimiento y mejoras regulatorias devolvieron algo que parecía extraviado: la confianza. Microempresarios, comerciantes, jóvenes con ideas de negocio comenzaron a sentir que no estaban solos. Como resumió una empresaria del barrio de La Concordia, “no era solo dar un curso, era estar ahí, ayudarnos a dar el salto”.
Entre 2015 y 2019, Campeche dejó de ser portada por su crisis para convertirse en caso de estudio por su resiliencia. No fue una recuperación milagrosa ni completa, pero sí el inicio de un viraje estructural. La prensa especializada pasó de reportar el desplome a documentar esfuerzos de reindustrialización, reactivación comercial y promoción de exportaciones no petroleras.
La lección que deja ese periodo es profunda. Las crisis son inevitables en economías dependientes de recursos naturales, pero su impacto depende de la capacidad de reacción institucional. Campeche demostró que, con diagnósticos acertados, diseño estratégico y cercanía con los actores económicos reales —desde el pequeño comerciante hasta el exportador emergente— es posible comenzar a transformar un modelo caduco.
La historia no termina ahí. Muchos de esos avances necesitaron continuidad que no siempre llegó. Pero lo cierto es que, durante esos años, Campeche aprendió que el petróleo no es destino, y que el futuro se construye —literalmente— desde cero: con políticas, con personas, y con paciencia.
Porque incluso en el terreno más árido, si se siembra bien, algo florece.













